La noche pasó rápidamente, hacía años que no dormía con esa tranquilidad. Se despertó a las ocho en punto, quería levantar a su hijo con lo que más le gustaba, panqueques. Mientras se acercaba a la cocina notó el sillón corrido hacia la derecha, la alfombra doblada, las sillas desordenadas. Seguro llegaron felices, pensó, y puso todo en su lugar.
Empezó a cocinar, rompió tres huevos, sacó la harina de la alacena y la leche de la heladera. Mezcló todo y comenzó a hacer el desayuno. Le quedaron once panqueques, la emoción había hecho que cocinara de más. Fue a lavar los platos enseguida, pero al asomarse a la bacha, el bowl de vidrio con las sobras de la mezcla se le cayó al piso. El líquido rojo junto al desagüe la había petrificado.
Tiene que ser vino. A los jóvenes les encanta tomar una copita de vez en cuando, más a la noche. Abrió la canilla y dejó que la bebida corriera por las tuberías. Sacó la escoba y juntó los restos de vidrio. Había también vino por el piso, su hijo nunca había sido el mejor limpiando. Se culpó por malcriarlo tanto.
–Buen día! Eso que huelo… ¡Gracias!– Le gritó saliendo de la habitación, estaba recién levantado, usando ropa vieja que la madre todavía reconocía de antes que se fuera.
–Hola, ¿no despertó todavía mi invitada?– El hijo se acercó. Su vista recorría todo el departamento, los sillones, la mesita, la cocina. Se paró al lado de la mesa, y miró fijo a la madre.
–No, anoche decidimos que lo mejor es que no vivamos juntos–. Apartó la vista hacia el plato con una sonrisa forzada, mientas se sentaba –¿Tenés dulce de leche?
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