jueves, 15 de julio de 2021

Nuestra estrella * Martín Melman

 


Nuestra estrella


Cierro despacio la puerta de su casa. Bajo por el ascensor, el metal plateado de las paredes y de la baranda interna se expande a lo largo de lo que muestra ese reflejo en el espejo-pared. Además del interior del elevador, aparezco yo ahí. Me miro en el espejo, me devuelve una cara de derrota y sin gestos. Observo con mayor profundidad, encuentro piel firme y seca, ojos sin brillo y labios desmayados. Finjo una sonrisa y fuerzo la apertura de mis párpados. En el vidrio aparezco como un monstruo cínico, un payaso que simula comicidad aunque en realidad está listo para asesinar. El gesto definitivamente no funciona. Rendido, vuelvo a mi cara sin expresión o, mejor dicho, que expresa el fin. Una canción de Los redondos me rebota por la cabeza, un verso en realidad. Nuestra estrella se agotó. Se abre el ascensor y salgo de su edificio.

El viento me enfría el cuello, me subo hasta el tope el cierre de la camperita negra con las tres tiras blancas que bajan por los brazos. Agarro un chicle, lo empiezo a masticar y la saliva es cada vez mayor. Qué seca me queda la boca después de vivir los llantos y los gritos. Meto las manos en los bolsillos y comienzo la vuelta. A lo largo de las cuadras, me intento distraer con los perros que ladran y giran en las entradas de las casas, también lo trato mirando los árboles otoñales con hojas rojizas y anaranjadas. Pero nada sirve, interfiere en mí saber que solo falta una conversación, aún no sé cuándo será. Me freno en seco cuando se me pasa por la cabeza volver sobre mis pasos y reabrir la puerta de su hogar. ¿Era todo?, pregunté, la frase me penetra. Todavía se me cruzan los gritos mutuos de hoy, también la discusión acalorada de la semana anterior y la que tuvimos en el medio por teléfono. ¿Cuánto tiempo de peleas puede resistir una pareja? Involuntariamente, cierro los puños con fuerza y, de a poco, la piel de mi palma cede ante el filo de las uñas. Me acuerdo de mi promesa de que esta vez no se acabaría todo en caliente. Desisto, la charla quedará para cuando la herida cierre. Extiendo los dedos y me miro la mano, dos uñas forman una línea que emana mínima sangre, me lamo para que pueda empezar a cicatrizar.

Llego a casa. Abro la ducha para bañarme, en ese momento mis lágrimas se mezclan con el agua. Me sorprende este llanto silencioso. ¿Se quiere a alguien si no se llora ante su pérdida? Acerco los ojos lo más posible al chorro y los cierro. Las gotas me hacen doler por la presión y la temperatura del agua. Cierro la canilla y me froto el cuerpo con la toalla lo más rápido posible, antes de que el frío se apodere del baño. Me refriego los ojos, me pesan, es como si por dentro portaran grandes montañas de arena. Ya seco, apoyo la cola sobre la alfombra del baño y me hago un bollo. Las lágrimas nuevas caen sobre mis rodillas. Soy una pelota que llora adentro del baño de casa. Lo pienso y río en el medio del colapso. Mordí el anzuelo una vez más. Esto me permite levantarme. Solo así salgo adelante, son las risas, los amigos y la música los que ayudan a que me recupere. Tengo que empezar a proyectar sobre eso para poder dejar de lado mis angustias. 

Me tiro en la cama. Por ahora no puedo pensar en el próximo recital, calculo cuánto faltará para que la vea, no voy a aguantar mucho sin resolver esto. Necesito esa charla, las cartas parecen jugadas. ¿Ella lo ve venir? Ya lo hablamos antes, así que supongo que sí; o tal vez no, y esta idea de que ella está en la misma es solo un pensamiento para autocomplacerme y sacarme culpas. Siempre un iluso. La piel se pone de gallina, se produce un sobresalto y me estremezco pensando en ese cara a cara. Vuelvo a tener el frío de antes del baño y empiezo a temblar. No sé si voy a poder decirle lo que siento, si todo este discurso que craneo hace tantos días me va a salir tal y como lo pensé, ni si ella me va a dejar hablar. El encuentro también pueda ser otra cosa, quizás sea mirarla, que con todo el pesar, mi boca permanezca cerrada y las lágrimas me recorran la cara sin límites. Que solo eso indique el cierre. Y que en el momento en el que la mire, ella esté en la misma que yo. Agarro una Carilina, el llanto me toma la nariz. Me sueno, el papel es solo humedad viscosa. Pasa media hora y el tachito de basura es un cúmulo de pañuelos blancos.

La más linda del amor me repito en voz baja. Nos veo a los dos en el barcito de los tragos ricos. Ella portaba el collar del sol hecho con alpaca y el vestidito turquesa que usaba cuando teníamos ganas de pasar una noche especial. Yo, perfume, bermudas y la remera con perros. ‘Sos la más linda del amor’, esa fue la primera vez que se lo dije, estaba picado, desde ahí lo mantengo. Recuerdo el tiempo que llevaba con el cálculo hecho, era la chica más linda con la que me había acostado. Mi miedo a confesárselo llevaba meses, en realidad, creo que era más vergüenza que miedo. Cuando escuchó mi revelación, ella se ruborizó, era pura sonrisa y revolvía el mojito con su mirada fija en el vaso. Que un tonto ha visto soñar. El recuerdo se me borra y soy pura seriedad. Desde el principio se veía este desenlace, ya al mes habíamos tenido nuestros primeros cruces, es difícil mantener una relación si las dos personas no dan nunca el brazo a torcer. Antes del tercer mes me imaginaba que no íbamos a sobrevivir ni un año. Pero la remamos y nos empezamos a conocer los mambos propios y los ajenos. De a poco las peleas fueron más espaciadas, aunque en cada disputa nos tirábamos a matar con las palabras y había una competencia superior por quebrar el orgullo del otro. Pasaron tres años, en este momento cualquier cosa enciende la mecha, punto-de-no-retorno.

No tengo hambre, pero no puedo irme a dormir con la panza vacía. Reviso la heladera que mucho no tiene, de todos los tuppers que hay, saco el de la tapa rosa doblada por su mal uso. Paso todo a un plato profundo de porcelana y meto el recipiente lleno de fideos bastante secos al microondas. Mientras espero, miro el celular con su foto de fondo. Ella y yo en Playa del Carmen sacando la lengua con el sol que caía. Como cada vez que estaba bajo el sol, tiene la piel tostada, las pequitas relucen y el pelo se le aclara y ondula. Vuelvo a ese México, los ojos se me encienden y la sonrisa reaparece. Si todo pudiera ser como en ese momento... ¿Volveré a vivir algo así? Me pongo en la boca los fideos, los mastico hasta triturarlos pero no los puedo pasar. Dejo el plato con la comida en la bacha, queda inclinado y de a poco el contenido cae hacia la pileta. Busco en el cajón de la mesita ratona la ilustración del Quetzalcóatl. En aquellas playas, mi mano repasó tanto esos trazos. Primero ella me miraba hacer los dibujos, más adelante, yo la empecé a incluir a mi manera, ella eligió la combinación de los colores. Ahora es dorado y verde en las plumas del cuello. Doy vuelta la figura y le garabateo mi firma atrás con fibra. Cuando está seca, enrollo el papel y lo ato con una cinta dorada para que no se abra. Va a quedar sobre la mesa y se lo voy a dar como regalo. Solo un buen gesto.

Escucho la vibración del teléfono, abro y veo el contacto de ella.

El mensaje solo dice “Flaquito, estás?”. 

¿Y ahora? 

Ahora tiro yo, porque me toca.



Martín Melman, 2021.





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