miércoles, 29 de septiembre de 2021

Martín Melman * La oscuridad de la mente cuando se apaga

 



La oscuridad de la mente cuando se apaga

La puerta de mi departamento se abre, ya estoy preparado para regresar. Pasaron días, semanas y meses, mi situación es otra pero sigo siendo el mismo. El cosquilleo en las manos delata que es la primera vez que entro desde ese momento fatídico que es un agujero en mi memoria. El olor a encierro flota en el ambiente, abro las ventanas sin pensarlo dos veces. Seis meses con el mismo aire, solo renovado por lo que ingresa a través del burlete roto. 

Cuando me mudaron, abrí los ojos y estaba en una cama que no era la mía. Solo sabía que quería regresar a mi hogar lo antes posible. Tenía las manos impedidas y con algunas cicatrices. Todavía sigo tratando de entender cómo fue que llegué a ese lugar. Pero hoy el tiempo pasó y mi vida cambió. Estoy listo.

Hago un paneo general de lo que muestra el living-comedor-cocina. Un reflejo de lo que era en ese entonces, aunque ahora se le sume la decrepitud de seis meses de inmovilidad. Me quedo fijo en la entrada y observo cada uno de los rincones y de los muebles. Mientras tanto me viene el recuerdo de la profesora Elena que nos enseñaba Historia con fotos. Las imágenes de Pompeya. Ver a las personas fosilizadas como testimonio para reconocer una cultura que durante mucho tiempo se había mantenido oscura. O, por lo menos, eso es lo que nos hicieron creer.

Mi Pompeya tras ese Vesubio letal: Arriba de la mesa ratona el cenicero desbordado de colillas; el blíster vacío con todas las burbujas abolladas; una factura blanca y larga, alrededor incontables papeles cortados los más finito posible; un vaso de vidrio pequeño, engrasado y sin líquido, después de olerlo puedo agregar hediondo. Pegado a la mesa pero en el suelo, un pañuelo manchado y con colores apagados. Sobre una de las sillas, abierto, un crucigrama a mediohacer y una lapicera. En el estante la impresora con una luz verde y por encima una hoja en blanco lista para ser usada.

En estos últimos meses, no había pensado nunca en todo lo que me esperaría al retornar a casa. El regreso me aparecía como una entidad abstracta y un objetivo en sí mismo. Encontrarme estable y volver a ser una persona en la que se pueda confiar. Ser yo y que mis decisiones sean conscientes. Cuando todo eso llegó, pude salir de la residencia. Sin embargo, ahora que estoy acá cada elemento revive como una huella de esos últimos minutos. Entonces mi pasado despierta. 

Agarro el crucigrama, leo en el 2 horizontal “Río de Italia”. Con cuatro espacios disponibles, observo lo que dictaminó mi letra temblorosa hace 6 meses, “no-sé”. Mis dedos se contraen, rememoran esa respuesta y la impotencia de no pensar con la lucidez que podría. Tacho lo escrito, en casillas sucesivas escribo ARNO y devuelvo el libro de crucigramas a la silla en donde estaba apoyado. Del cajón que se encuentra debajo de los cubiertos, saco una bolsa grande de residuos y se la pongo adentro al tacho de basura. Camino hacia la mesa, la suciedad que tiene arriba no deja que se vea el diseño de madera. Para poder recuperar mi vida, necesito tener la casa limpia por eso tengo que dejarla usable.

Lo primero que agarro es el blíster que aparece todo magullado, en la parte de atrás se lee Risperdal. Enrique, el amigo de Charly, me había hecho las recetas, no puedo recuperar el momento en el que empecé a consumirlas. Sí me acuerdo lo mucho que me sirvieron y cómo me calmaba cuando las tomaba. Sostengo el plástico con mi mano derecha y con la izquierda agarro la factura abollada de Farmacity. Se me aparece el recuerdo de esa última vez. Un día antes las había comprado, me tenían que durar al menos una semana. Esta vez no pude con mis impulsos. Desaparecieron las diez pastillas en tan poco tiempo. Terminá con esto, me susurraba al oído y su idea me carcomía la cabeza. El blíster se me cae al suelo e intento tirar todo el contenido de la mesa en la bolsa recién colocada, mientras veo el polvo que solo se va a ir si paso un trapo húmedo. La indicación retumba en mi cerebro seis meses después, me estremezco y me pongo a tiritar. Llevo directo el vaso de vidrio a la pileta para lavarlo, pero ya no soy dueño de mi mano. El vaso explota contra el piso. Los restos transparentes se mezclan con otros marrones que llevan seis meses en el suelo y que hasta ahora me habían pasado desapercibidos. Entonces la botella de cerveza rota revive. Él quería que la sangre borboteara de la piel de los dos. Acordamos que los cortes son más puros si los genera el vidrio. Por eso la partí contra el piso. Acariciame con la punta. Mis nervios al límite me llevaron a que los tajos en nuestras palmas no fuesen rectos. Me besó, lo besé, lamí de su sangre, le agarré la pija y se la dejé ensangrentada. ¿Y después? La oscuridad de la mente cuando se apaga.

Ya más calmo, barro todos los vidrios y llego hasta el pañuelo. Lo levanto del suelo, me lo pongo enfrente del espejo como lo solía usar, cubriendo mi garganta. Una parte de mi yo-anterior se despliega cuando me observo. Entre flashes reaparece más de esa última noche. Gritos, euforia, exaltación y palpitaciones.

El pañuelo que sale de mi cuello.

El pañuelo que gira por encima de mi brazo, como lazo de cowboy.

El pañuelo que finalmente atrapa su pescuezo. 

Acariciame con la punta. Yo estoy detrás de él, los dos con los pantalones por las rodillas. Con una mano le agarro la cadera y con la otra lo sostengo del pañuelo. ¡Más fuerte! Acelero. ¡Más fuerte! Ajusto el collar. Ahora sudo, recuerdo también la transpiración de ese momento. Más velocidad y más fuerza. El pedido se vuelve orden. Le hago caso hasta no tener más para dar. La voz es cada vez más potente. Le suelto la cadera  para tomar el pañuelo con las dos manos. Aprieto con lo que me queda. 3, 2, 1. Acabo. Silencio total y vacío.

Alejo mi vista que estaba muerta en el espejo, me saco el pañuelo del cuello y lo dejo también adentro de la basura. En el piso visualizo unas pequeñas manchas rojizas de esa noche. La catástrofe después de la erupción. Mi sangre desparramada también por su cola. Él, desvanecido en el suelo. ¿Está muerto? ¿Qué hago? ¿Qué hice? El silencio es un sonido agudo que penetra en mis oídos y choca con mis pulsaciones. Quería gritar y ahora también. Mientras tanto las sugerencias que volvían. Escapá. Enterralo. Las pastillas. Se produce un salto en mi mente. Sonidos de sirenas, acompañadas por luces verdes que vienen; al mismo tiempo yo estoy inmóvil, ovillado boca abajo contra el piso. 

Me seco el sudor de mi frente y cierro el tacho de basura.

Necesito irme para tomar aire fresco, los recuerdos me agobian. Pretendo salir pero el titilar verde de la impresora me llama. Camino hacia ella y presiono la tecla despacio. No me hace caso, entonces mantengo sostenido el botón durante tres segundos. Se escucha cómo se calibra y la máquina empieza a funcionar. La hoja baja de a poco y el ruido se conjuga con las palabras escritas que aparecen en el papel. Lo tomo y leo en voz alta.

“Ya es hora de que desaparezca, de mi vida. Tengo que tomarme el paquete de pastillas entero”

Mi mente hace un nuevo salto. Tengo los ojos bien abiertos, el corazón parece que me va a explotar. Él ya no está. Me hamaco en el piso hecho bolita agarrándome las piernas, cuando me doy cuenta levanto la vista y veo el blíster vacío. ¿Qué será de mí ahora?



Martín Melman, 2021.





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