martes, 5 de octubre de 2021

El llanto * Ricardo Czikk

 


EL LLANTO


El mensaje me sorprendió al amanecer. Había sido enviado a las cuatro y diez de la mañana y denotaba urgencia: te suplico que vengas a casa, vos sabés. 

Amagué a llamarlo, pero quise antes tomarme un café, es que la pastilla para dormir me deja tremenda resaca, en especial cuando ando alterado y tengo que tomar dos. La pandemia me dejó mal, poco laburo nos terminamos separando, por suerte sin hijos que mantener. Suficiente con haberme visto obligado a venirme a vivir acá con mi vieja, bastante insoportable ella, todo el día con la tele a todo volumen, noticiero va, noticiero viene, sin parar por los canales pro estos, inmediatamente los anti aquellos. Todos gritan. Todos enojados. 

No me quedaba claro el vos sabés. ¿Era una clave? Se me ocurrieron varias cosas, pero en mi mente todo vagaba y se desplazaba en un vértigo que esos días otoñales no tan frescos, muy húmedos, trazaban en mi cuerpo una tristeza profunda. Con semejante coyuntura lo que me pasaba era demoledor, todo se derrumbaba y yo también.

No era fácil desplazarse por la ciudad con los protocolos: los historiadores no somos trabajadores esenciales. Nunca lo fuimos ni lo seremos. Un amigo mío de la facultad me decía que nadie necesitaba saber cómo se elegía en la polis ateniense para votar en las siguientes elecciones de medio término. Me irritaba muchísimo que tantos periodistas jugaran a ser historiadores y quisieran encontrar claves para la actual en las pestes y pandemias anteriores en un descarado ejercicio ilegal de la profesión. Para colmo estaban tipos como Byun-Chul Han y Agamben que decían que estábamos en el camino de ida a una distopía espantosa de control sobre nuestras vidas. 

Pasado, presente y futuro no se conjugaban de la mejor forma como para que mi cabeza se enderezara. Aunque parecía que algo sí sabía, al menos eso decía el mensaje.

Finalmente llegué a la puerta de su casa en San Telmo, pero no en la parte linda que está por la Plaza Dorrego, no, la de Juancho está del otro lado de la avenida, donde se agolpan casas que podría misericordiosamente llamar antiguas, si es que alguna vez alguien se hubiera ocupado de su mantenimiento: puertas descascaradas, pintadas desprolijas sobre frentes desvencijados y cuando se levanta la vista las cortinas deshechas, la ropa colgada en balcones, los que no me animaría a pisar por su endeblez estructural. Sólo puedo asociar ese aspecto con lo viejo, venido a menos, descuidado. Lo antiguo es otra cosa. Los historiadores sabemos bien de la diferencia.

Juancho vive solo en uno de esas viviendas que pasaron en algún momento por ser conventillos. Lo primero que se puede ver son dos puertas angostas, casi gemelas: una lleva al piso de arriba, la otra al departamento de la planta baja. No sé como hace él todos los días para subir esos escalones de mármol, tan deformados por el paso del tiempo. 

Al día nublado y mi estado de ánimo tan alterado como volátil tras de todo el trajín, se le sumó la pila de hojas amarillas y ocres, amontonadas en la puerta de su casa, en una masa informe seguramente mezclada con caca de los perros que merodean por el barrio con y sin dueños. Me acerqué al timbre, con mucho cuidado de pisar suelo firme y con un saltito torpe y corto me puse a resguardo en el escalón desde donde apreté el botón del timbre que alguna vez fue relució dorado, y ahora estaba gris negruzco. 

Pasó tiempo hasta que abrió y cuando lo hizo, tras el forcejeo habitual contra la puerta que no se desplaza con comodidad, pude verlo. Estaba muy desmejorado, quizá fuera la luz que me hizo apreciar su cabello finito flotando como si fuera una telaraña blanca y liviana sobre su pequeña cabeza. Sus ojos estaban notoriamente hundidos en ojeras pronunciadas, su nariz que siempre admiré por su finura que le daba un aire distinguido, ahora transmitía endeblez, falta de ánimo y carencia completa de voluntad. Pasado el mediodía de un domingo seguía en pijama, tan sucio y feo que me dio ganas de arrancárselo de la tristeza que me metía en el cuerpo.

Subí detrás de él, tratando de mantener mi equilibrio. Mis tobillos habían pasado por esguinces fuertes en circunstancias menos peligrosas, así que me aferré al pasamanos en los pocos tramos que aún seguían intactos. 

Al llegar arriba y sin haber abierto aun la boca, me acercó un café frío y horrible a la mesita blanca del comedor. No lo rechacé porque temí molestarlo, aunque en su estado ni se hubiera dado cuenta de mi gesto. Miré a mi alrededor y desde los sillones hasta las paredes era todo más lúgubre de lo habitual. ¿Acaso proyectaba mi pésimo estado de ánimo o realmente había algo real de qué preocuparse?

Le pedí que me contara todo y si bien fue esquivo al comienzo, con un temblor notorio en sus labios secos y la boca pastosa, comenzó lentamente a articular un relato que arrancó justito antes de que Alberto Fernández anunciara el encierro.

Vos y yo nos habíamos visto en la semana esa de marzo, ¿te acordás?, todavía hacía mucho calor y me contaste del proyecto de investigación sobre médicos sanitaristas de fines del siglo diecinueve en Buenos Aires. Estabas tan entusiasmado, me acuerdo cómo te brillaban los ojos. 

Lo había olvidado. Para mí habían pasado siglos desde entonces, cuando todo acabarían en nada. La fundación que iba a financiar el proyecto me mandó un correo corto y contundente donde me decía que, dadas las circunstancias pospondremos sin fecha cierta el inicio de la investigación, que blablablá. Lo recordaba muy vívidamente, por la frustración, fue el punto de partida de un desbarajuste total en mi vida y la propuesta la había elaborado en febrero, los testimonios de la peste de 1871 en Buenos Aires eran estremecedores, cuerpos que se dejaban en las calles, muertos sin sepultura, el gobierno en estado de confusión…

Te acordás, siguió, que querías investigar a los médicos cuando la fiebre amarilla había destrozado la vida de la ciudad, quema de conventillos y de las valijas de los inmigrantes a quienes acusaban de ser los portadores de la peste. La gente rica se escapaba de sus palacetes me contaste. 

Continuó cada vez más transformado: los ojos pasaron a salirse de las órbitas, su boca echaba fuego de tan mal aliento, mientras progresivamente subía el volumen. 

Desde el comienzo de la pandemia que pasan cosas horribles en esta casa. No sé, no puedo dormir, es ese llanto. Estoy desesperado y pensé que quizá vos me podías dar alguna clave

¿Yo? ¿Era eso lo que se suponía que sabía? 

Le pregunté cómo era el llanto. 

De un bebé. Mínimo en un comienzo, de recién nacido, parecía quejarse parecido a un balido, bee beee, susurro. En la medida que el encierro continuaba y se extendía cada vez más, nuevas fechas, comunicados, todo se le hacía interminable.  

El bebé parecía tomar coraje y aumentaba su llanto hasta impedirme dormir. 

Sospeché de su cordura y le consulté si había hablado con sus vecinos, cosa que hizo. Le habían aclarado que sus hijos eran grandes, que no vivían con ellos y me contó cómo lo ahuyentaron de la puerta porque él estaba sin barbijo.

Malditos discriminadores, me dijo. 

Pero el llanto persistió sin cesar todas las noches hasta convertirse en un ruego desesperado, como si el niño pidiera ser socorrido. El eco se extendía más y más por la casa sin punto de origen aparente. Las veces que intentó encontrar de dónde emergía ese ruego fue en vano, se escurría en la medida que más se acercaba. Cambiaba de orientación continuamente. Cuando sentía estar cerca, me decía con cara de terror, se producía un silencio repentino y al entrar al cuarto -había muchos vacíos en esa casa enorme- creyendo haber por fin encontrado la fuente, casi con un grito retomaba el llanto pero ahora desde otro lugar. La búsqueda prosiguió así, incesante, hasta la noche anterior cuando desesperado me pidió ayuda. 

Comencé seriamente a inquietarme, me movía en el sillón maltrecho en el que estaba sentado. Juancho y yo comenzamos a mirarnos sin hablar. Se paró y me trajo un vaso de plástico con un poco de vino que me confesó le había quedado tras emborracharse en la desesperación constante en que vivía. 

Tragué de un sorbo el poquito de vino barato y como un resorte me paré decidido a recorrer la casa. 

Estaba anocheciendo y los postigos de madera de los cuartos dejaban apenas pasar mínima luz y como, me advirtió, no había lamparitas en las habitaciones, llevamos nuestros celulares como improvisadas linternas de investigadores. Cuarto por cuarto abríamos en busca de lo que aún por fortuna no se había manifestado y anduvimos así, lentos e inquietos, silenciosos, tanteando en cada rinción, generando nuevas sombras que nos atemorizaban sin que nos lo confesáramos, hasta llegar al que pudo haber sido el cuarto de servicio de la casa, quizá una de las tantas abandonadas por los ricos en medio de la fiebre amarilla y más tarde ocupadas por los desclasados como refugio. Los italianos habían llegado al país hambreados y su aspecto no era el mejor, venían con lo puesto, flacos y debilitados, así que fueron presa fácil de los prejuicios locales sobre su higiene y salud. Nos jactamos los argentinos de haber abierto nuestros brazos para conformar nuestro crisol de razas, pero no estaría tan seguro de que haya sido así siempre y menos aún durante la fiebre.

Cuando entramos algo llamó mi atención. Eran unos cuadros, parecían varios, apoyados en el piso y apilados contra una de las paredes. Le pregunté a Juancho qué sabía de ellos y me respondió que era la primera vez que los veía. Temí moverlos. El terror me invadió. 

Tras enfocarme Juancho con su linterna en mis ojos conminándome a que hiciera algo más, comencé a darlos vuelta, uno a uno, lentamente. Eran lienzos blancos, ajados, algunos con algún brochazo interrumpido, excepto el último que claramente estaba completo. La noche se había declarado y la oscuridad era total. Recorrimos entonces lentamente lo que íbamos dejando aparecer, como cuando las imágenes recién reveladas en el cuarto oscuro comienzan a mostrarse. Enfocaba así punto a punto la escena: al fondo emergía una luz que se veía a través de una puerta entreabierta por alguien que parecía una mujer diminuta, al menos así parecía por comparación al par de caballeros que estaban dando los pasos de ingreso al cuarto iluminado apenas por el resplandor. Uno sostiene un sombrero en la mano y parece habérselo quitado ante algo que está viendo, quizá en señal de respeto o de sorpresa. Sentí cómo Juancho se estremecía cuando finalmente enfoqué a un bebé sentado con el tronco erguido mirando a una mujer que yace en el piso. Desencajado se aferra al blanco vestido de quien uno imagina su madre. Ella no reacciona. Está muerta. Debo confesar que me sentí incómodo cuando un cosquilleo me recorrió el cuerpo ante los pechos que se dejan ver prominentes entre los pliegues que hace el vestido a la altura del escote. Paradojal imagen que me inquietaba, oscilando entre la maternidad y la juventud truncada de una mujer sumamente atractiva en la que me sumergía con mi cuerpo. Lo recordé, era el cuadro de Blanes, “Imágenes de la fiebre amarilla” extraviado, no se sabía si robado o simplemente desaparecido en medio de la quiebra de una de las familias venidas a menos en la crisis del treinta. El otro no se sabe quién es, pudo haber sido el asistente del doctor Argerich, el del sombrero,  quien más tarde enfermaría de la peste, dejando inaugurado el movimiento sanitarista que iría a investigar yo de no haberse producido esta pandemia. Sentimos que teníamos que rescatar a ese huérfano, su abandono reactivado era la fuente de llanto, su impotencia clamandopor ayuda me dejaba impotente. 

Aparté mi mirada del cuadro por unos instantes, cerré los ojos para detener a mis ojos lascivos que corrompían el cuerpo de la mujer y violaban la intimidad de una relación sagrada. Me sentía asqueado.

Cuando volví a abrir los ojos, nos vi ahí: éramos Juancho y yo, él mi asistente, y revoleaba yo mi sombrero tratando de mover el aire enturbiado por el olor del cuerpo de la mujer, mientras me aturdía el llanto desolado de un pobre bebé destetado antes de tiempo. 

Nunca más pudimos salir de aquella pintura ni de aquel cuarto.


Ricardo Czikk, 2021.



Aydoğdu


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