domingo, 3 de octubre de 2021

Ricardo en Ventana a la escritura

 

Ensayo sobre el huevo y la bobe


Son un lazo sólido. Ella y él. No se rompe ella con tanta facilidad como él. Se contemplan en la causalidad que anima a su vínculo y se sienten mutuamente complacidos en ese renacer que premiamos con la eterna pregunta sobre su equívoco origen. ¿Qué aconteció primero de los dos? 

Se hacen uno a la otra y la otra al uno. Son juntos el uno de la vida. 

El huevo tiene empero una propiedad singular: el giro nunca perfecto, la ovocidad que resbala por el mármol de la cocina, en curvas que honran su ser y a un tiempo exponen su fragilidad, caída en el riesgo del azaroso movimiento. La disolución de la relación que mantenía al huevo atado a su gallináceo origen, sobrevendría en ese momento. Un destino no realizado sería el final. 

La potencia del huevo no se haría acto. 

En el tumulto del griterío de la gallina un huevo es puesto. Hay quienes prefieren la astucia del tero que en su estentóreo grito confunde a los depredadores. Pero nuestra gallina es bastante poco cautelosa y suele ser aprovechada para que sus entrañas entreguen su fruto. Con nutrientes, químicos, luz encendida ad nauseam y otras tecnologías extractivas, se acelera su ritmo circadiano para que su afán procreador nunca descanse. Cae en las redes del capitalismo y también el huevo se degrada en la maquinaria del consumo; la natural unión queda subvertida en un apuro circunstante e inesencial al vínculo que es de una espera amorosa. 

Decimos: me costó un huevo y más allá de la obvia pérdida de un testículo, recuerda al dicho para hacer una tortilla hay que poner huevos. Coraje metaforizado en una ovocidad riesgosa. Lo quebradizo del huevo real, sea o no testículo, requiere decisiones imperativas.

Su equilibrio me obsesiona. Siempre aspiré a que el huevo se parara tal como llega a casa en el maple que lo contiene. Pero resiste y se vuelca sobre un lado y desluce así la dignidad inmaculada de su cáscara blanca. Espero no se me tome por discriminador, pero los amarillos deben ser considerados en forma distinta. Me interrogo hasta el cansancio: ¿por qué no erguirse sobre el mejor lado, mostrarse como altivo huevo y quedar entonces dignamente erguido? ¿Acaso no vivimos conminados a mostrar nuestra mejor versión? ¿Qué parte no entiende este huevo? ¿Será, como se dice, un verdadero huevón que hace huevadas? Y ahora que lo digo, ¿A qué viene tanta ignominia frente a su amable contribución a la nutrición proteica que nos brinda ligándolo a la estupidez? 

Y si sigo atento a su cáscara algo más viene a mí y es la confusión acerca de su vitalidad. Rígida y tensa, tan imperturbable, nada hace suponer vida. Quizá su atractivo sea precisamente esa capacidad de exponerse al mismo tiempo vivo y muerto. Un zombi, duende o forma extraviada entre animalidad y mineralidad. Ser huevo es transmutación, un estado intermedio, híbrido, mestizo. Merece un lugar entre tanta exaltación de la diversidad que nos rodea. El huevo podría erigirse de este modo en símbolo de identidades en transición.

Los historiadores y psicoanalistas por igual se preguntan por la sobredeterminación de los eventos, el hecho pelado que se origina y desencadena peludas derivaciones. Siendo el huevo efecto de una madre gallina que no le dejaron brindar a su vástago un regazo que lo dejara ser pollito amarillo y adorable. Entonces este huevo -acto sin potencia- que irá a dar a mi estómago cuando se haga omelette. ¿No seré yo mismo parte de esta maquinaria devoradora de vida? El huevo queda abortado en su capacidad de generación que su cuasi esférico bullente vida quiere romper y poner en acción. 

Imperturbable estabilidad de un huevo sin futuro versus la inquieta vida de la gallina, siempre atenta a la exacción, o a terminar en medio del puchero. 

Este vagabundeo cuasi filosófico, un puro hueveo dirán algunos malintencionados, tiene sentido biográfico. 

Desde que tengo memoria, mi madre siempre ha colocado con amor un huevo duro en la mesa de Pesaj. Allí orondo de principio a fin de la fiesta, intocable y garantizado por la ley, viene a representar la cerviz hebrea que no se quebró en tanta esclavitud y el largo peregrinar por el desierto. Aunque claro está que a ningún sabio judío se le ocurrió conectar ello con lo que había que tener bien puesto para salir airoso. Nuestros localismos tienen astucia.

De otro recóndito lugar de mi memoria, viene a mí intacto el momento en que mi abuela materna me llevaba al mercado judío de la calle Lavalle y Larrea. Partíamos desde Jean Jaures y Lavalle en pleno Abasto, barrio de borrachines que a toda hora estaban sentados en la vinería, puerta con puerta con el edificio bajo en que moraba mi abuela, o mi bobe Elvira, como la llamaré de acá en más. No me asustaban esos hombres barbudos y dejados sentados allí con sus botellas a medio vaciar. Había aprendido que hablaban solos con sus fantasmas y que yo no existía para ellos. Ni siquiera nos apurábamos al pasar a su lado. Así de su mano cruzábamos la avenida Pueyrredón en un vadeo peligroso entre colectivos, y nos internábamos en el barrio de Once. Otro mundo. 

Allí los locales de venta de telas se intercalaban con inquilinatos, que más tarde aprendería a llamar pasajes, que según decía mi padre, era la forma en que mi madre le daba alcurnia a su hogar de crianza, uno igual a estos, ubicado en otra calle del mismo barrio. Eran largos pasillos a los que daban departamentos angostos. Allí se vivía una intensa vida social y los niños de las familias inmigrantes jugaban en lengua vernácula, mientras se adaptaban a la sociedad que les daba cobijo y nuevas esperanzas. Hoy muchos de ellos fueron demolidos y otros han sido convertidos en galerías comerciales, con ese característico tufo de aire viciado y unas entradas vetustas engalanadas por coloridos rollos de tela, que los comerciantes paran a la caza de compradores de ofertas. 

Tras lo que vivía como una pequeña campaña exploradora, llegábamos de su mano al mercado que se ubicaba a la izquierda al otro lado de la calle, un dato clave porque recuerdo bien que la bobe administraba cuándo cruzaríamos dependiendo de la estación, ya fuera que quisiera evitar o no el sol. ¡Es que sufría mucho tanto el frío como el calor en su departamento! Allí en el último piso, especialmente en verano, su techo se encendía como una plancha caliente que inundaba su frente de gotitas de sudor. En su batón de tela liviana, suspiraba suave ante un ventilador de pie, que batía sin denuedo el aire húmedo, denso, que la separaba del noticioso de los mediodías. Los inviernos eran igual de crudos, pero siempre me pareció que, con abrigo y estufa, su vida era más fácil. Años más tarde en ese mismo “pañuelito” ella daría cobijo a mis libros prohibidos. 

El mercado era como un templo de gran tamaño: una entrada alta y ancha de mármol blanco que quizá el paso del tiempo en mi memoria haya agigantado. Enfilábamos hacia las escaleras, también blancas, no sin antes que yo tironeara para ver qué sucedía en ese enjambre de mujeres con pañuelos en la cabeza, que pululaban con sus carritos de compras de colores estridentes en medio de ese festival de verduras y frutas con sus propios verdes, rojos y naranjas. 

Cuando por fin llegábamos arriba, girábamos nuevamente y allí tras el mostrador se encontraba el dueño de la pollería que saludaba sonriente. Antes que nada y dada la altura del mostrador corría hacia la puerta del local, que me separaba de mi objeto de curiosidad, aquello que con expectativa sabía que vendría a continuación. Podía ver entonces sentado en un banquito bajo, al shoijet. Ahí impertérrito, cuchillo en mano, con esa kipá negra que dejaba ver su cabello hirsuto y entrecano, continuada más abajo con una barba tupida que remataba en un guardapolvo blanco raído y manchado, que lo cubría desde el pecho hasta las botas de goma. Cuando me asomaba y movía mis manos en saludo, podía ver sus dientes manchados tras la sonrisa que me entregaba como devolución amable. No podía dejar de mirar las paredes de azulejos blancos, que emergían por detrás de él y se elevaban hacia el inalcanzable techo del mercado, y si bien a Dios nunca lo sentí cerca, recuerdo que lo imaginaba allí arriba tan parecido a este viejo sentado, en una majestuosa supervisión de la legalidad kosher.

Al fondo estaban las gallinas, sí, vivas, encerradas en un perímetro marcado por un tablado de maderas colocado sobre el piso del local. Se sacudían allí torpemente mientras daban saltitos cortos para caminar en precario equilibrio sobre los listones. Debajo se adivinaba un caudal rojo de sangre, preanuncio de lo que vendría a continuación. Si bien su agitación podría leerse como lucidez, estaba claro que ignoraban que a su alrededor estaban las pistas de su porvenir. Tras el saludo con el dueño, mi abuela señalaba a una de aquellas gallinas, que en menos de un segundo el shoijet levantaba de una pata con un breve manotazo certero. En medio del desbande general y el griterío al mismo tiempo ronco y agudo del resto de sus congéneres, la gallina era apretada contra el rojiblanco regazo. Tras un último quejido, sobrevenía un ominoso silencio, coincidente con el corte preciso en su cuello. Luego de quitarle las plumas, las que más tarde me enteré que un familiar lejano compraba para coser almohadas y colchones, nos íbamos con la gallina envuelta en diarios y en la bolsa de compras que había llevado yo, antes, bamboleando por las calles.

Cuando llegábamos de regreso, con un gesto de sumo cuidado y tras desenvolver a la finada, la bobe tomaba de la misma pata a la gallinita y la acercaba pacientemente al fuego de la cocina para sacarle los pelitos que emergían como lo que, claro, llamamos piel de gallina, rectos y emergentes de una forma que podría verse como el último resto de orgullo vital. Era viernes y comenzaban los preparativos para el almuerzo de Shabat, reconocible en el olor a quemado de los pelos que las llamas devoraban en un crepitar azul de la cocina a gas, rápida fulguración que me fascinaba -siempre me atrajeron los fuegos- de esa combustión que dejaba acre el ambiente por unos instantes y quizá esté en el origen de mi atracción por el olor a nafta, tan fuerte y embriagante, como el que mi bobe sabía crear con su magia. 

Pero mi abuela no sólo preveía un almuerzo de Shabat a pura gallina, sino que aprestaba otros platos que traía de su Hungría natal, bueno, al menos eso creía yo porque hablaba el idioma. Creo que le gustaba dárselas de heredera del desaparecido imperio Austrohúngaro y no de la pobre Rumania que es de donde realmente provenía, cosa que descubriría años más tarde cuando mi madre me prestara el pasaporte original de la bobe. Al final vine a ser descendiente de gitanos -los llaman Roma en Europa- y no del danzante imperio. Era claro que su identidad era la de su lengua, pero entre guerra y guerra la frontera había cambiado a comienzos del siglo veinte y su natal Transilvania (sí, la tierra del conde Drácula) terminó en otro Estado.

La ya degollada, quemada y trozada, era por fin horneada antes de la salida de la primera estrella del Shabat, cuando mi bobe se cubría la cabeza, atando el pañuelo de seda de suaves arabescos en cremita y marrón, susurraba una plegaria bendiciendo las velas en el candelabro de plata, me daba un beso y comenzaba lo que habría de ser mi día de mayor felicidad. A la mañana, íbamos a ir a la esquina y contraviniendo la prohibición de tocar dinero, iba a comprarme en el kiosco algunas revistas de super héroes o del Patoruzú. La mañana que había comenzado con el mate de leche avanzaba así gloriosa hacia el almuerzo esperado, cuando por fin vinieran mis padres y mi hermano para comer juntos lo que ya habíamos preparado.

Entonces sí, nos sentábamos a la mesa redonda, pero no sin que antes yo tuviera que tragarme su otro plato que le había visto cocinar, sin placer porque incluía las cebollas que me había hecho salir de la cocina con los ojos llorosos. Así es que ella servía tzivele mit eier, nada más y nada menos que un picadito todo mezclado de cebolla y huevo.

Mientras que huevo y gallina se reencontraban de forma fortuita en aquella mesa, mi bobe y yo quedábamos enlazados en un círculo virtuoso de amor, eterno. 





Ricardo Czikk, 2021.



Aydoğdu


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