Agua barrosa
Hacía por lo menos dos horas que no se oía el ruido de la lluvia. Había escuchado llover durante 53 días. Ese era el número que lograba calcular por los paquetes de fideos vacíos y tirados por el piso de la cocina además de haber terminado con todo lo que por suerte tenía acumulado en la heladera. La cifra aproximada de los días de angustia en que la luz se cortaba y volvía y las rejillas devolvían a borbotones un agua barrosa.
53 días aislada, que es como decir muerta, pero ahora hacía dos horas que no se oía el ruido de la lluvia y la puerta estaba ahí. Era ahora cuando había que abrir la puerta y entrar en aquello que hubiera quedado después de la lluvia. Los olores eran reconocibles y el viento del oeste golpeaba la ventana de su dormitorio.
Signos claros del final de la tormenta. Pero la puerta estaba ahí, cerrada y era un trabajo improbable que ella fuera a abrirla.
Después de 53 días, la vida era esa cabaña mínima que se había ido convirtiendo en un refugio. Aun así, la puerta estaba ahí y la separaba de lo que hubiera quedado del mundo. Lo que la lluvia hubiera dejado ante sus ojos, bajo sus pies, cerca de sus manos. La pregunta era ¿aquello tendría algo que ver con la realidadanterior a la lluvia?
De este lado, el hambre hacía que la vida no fuera posible. Del otro lado, los caminos tapados, la desolación, harían que ella quedara inmóvil. Los dos lados la dejaban en un lugar oscuro. Tenía agua y podía calentarla. Tomó agua tibia. Tal vez lloró. Esperó a alguien como un milagro. La puerta estaba ahí pero no iba a abrirla. Los dos lados eran la muerte pero este lado era conocido, del otro no podía saberse nada.
Entonces la puerta también se convirtió en un refugio. Había que elegir entre las dos muertes. Miserablemente eligió y se sentó preguntándose cómo se anunciaría el hambre terminal.
Elisabeth Fontana.
Arte: #LenaRushing
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