martes, 9 de agosto de 2022

Volare * Ariel Lora

 


Volare



Los domingos a la noche no era fácil volver a casa. Para hacerlo lo más rápido posible existía una sofisticada estrategia que requería rapidez y concentración. 

Esperaba el colectivo en una de las paradas que están pegadas a las vías del tren. Sobre la Avenida Rivadavia se podía vislumbrar si a lo lejos aparecían las cuatro lucecitas del tren Sarmiento. A esa hora la frecuencia de los trenes y colectivos no era alta, así que las largas esperas eran seguras. Entonces la misión era no desaprovechar el primer medio de transporte que apareciera y abalanzarme desesperadamente hacia él.

La dificultad consistía en que si primero asomaba el tren, había que correr, llegar al acceso del andén, girar a la derecha, atravesar a toda velocidad el mini laberinto de pasarelas, cruzar al galope sobre las vías, volver a doblar y correr otros 30 metros, escalera mediante, para llegar antes de que se cerraran las puertas del tren. Muy difícil, pero no imposible.


Una noche, repentinamente, veo las luces del tren aparecer, no estoy concentrado. Para mi desgracia ya está demasiado cerca. Perdí unos segundos valiosísimos que me harían pagar caro esa distracción. Pero no me desanimo. Empiezo a correr lo más rápido que puedo, cual velocista al escuchar el disparo de largada. En esa aceleración fantástica, mi cuerpo se desbalancea. Como si las piernas hubieran tomado más impulso que el resto del cuerpo, comienzan a elevarse del piso. ¿Qué está pasando? Casi sin darme cuenta, estoy volando. A mi derecha, la gente que espera en las paradas se transforma en el público no deseado de una escena que desafía los sentidos.

Los veo con el rabillo del ojo: están entre el asombro, la sorpresa y la carcajada. Como si todo transcurriera en cámara lenta, siento que me observo a mí mismo. Mientras estoy planeando, el zapato de mi pie derecho se sale y empieza a volar caprichosamente en forma independiente, un satélite, digamos. Alguna vez tengo que empezar a caer, pienso, ¿qué más puede pasar? Ya a esta altura del acontecimiento el aterrizaje se vislumbra. Y la gente de la parada sigue mirando. 

Todavía queda un detalle. Un libro que llevo en mi mano se abre frente a la falta de gravedad y esparce su contenido de señaladores románticos y papelitos de colores sueltos, haciendo aún más surrealista el extrañísimo evento. Como si fuera una hora después, voy descendiendo elípticamente hacia lo inevitable, hasta desparramarme.

Me levanto.

Aunque me quiero ir lo más rápido posible, debo juntar los escombros del desastre aéreo.

Y ponerme el zapato.


Esa noche no llegué rápido a casa. Ni ileso.



Ariel Lora, 2022.

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