La temperatura de la cueva se había dividido. En un radio de medio metro alrededor de la fogata, el aire se había entibiado y acariciaba la piel. Un centímetro más allá, el recinto se enfriaba y endurecía los objetos. Franz parecía dormido o concentrado en calentarse. Hans se frotó las manos, sopló dentro de ellas. Se ajustó el birrete al cráneo, le dio un par de vueltas más a su pañuelo, se levantó las solapas de la levita. Se fijó en el capote raído y sin espesor del organillero, en la flacidez de las costuras, en la erosión de los botones. Oiga, dijo Hans, ¿no tiene frio con ese capote? Bueno, contestó el viejo, ya no es lo que era. Pero me trae buenos recuerdos, y eso también abriga, ¿no?
Andrés Neuman, El viajero del siglo.
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