La mujer casi inmóvil
De pie, zapatos negros de tacones tornasolados de rojo y oro. Tacones altos, pidió él. Silencio. Inmóvil con los ojos encendidos, apenas sonríe. Lo suficiente para que él tome conciencia de su boca.
La imagina con el vestido leve fundida con la luz amarilla de la lámpara. Sigue erguida para disimular el miedo a la primera vez, allí, con cobre en la piel y blancura en los pechos. Blanco el pubis cruzado por una línea oscura. Humedad. Él la mira y ella sabe que la mira.
La reinventa ligera, tenue, con velos. Pero sólo tiene cobre, blanco y un collar. Y zapatos negros con tacones rojos.
Se acerca. Le desprende el vestido ilusorio, lento, respiración en el hueco de su cuello. La quema. La recorre de la nuca hacia la espalda, con besos suaves, mojados. Una mano prendida del cabello revuelto. Otra mano, donde crece un río tibio e incoloro. Desnudos en silencio.
Ella entregada al descaro de piernas abiertas. Se toca, lo toca. La toca. Chocan los dientes, enlazan lenguas. Frente a ella, a su cara, a sus labios que lo rozan. Se brotan, se incendian, se agitan, jadean, se lamen, se aprietan, se desgarran, se arrodillan, se explotan, se acoplan y se deshacen en millones de estrellas. Torrente blanco y caliente que desborda hacia el curso de las piernas.
Cereza mordida por dos bocas, voces lejanas. Ella, diez de la noche; él, tres de la madrugada. Camas sin cobijas. Silencio desnudo. Afuera llueve y el delgado hilo virtual tiembla de frío.
Alicia Beatriz Alvarez
El abrazo, Egon Schiele |
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