jueves, 1 de diciembre de 2016

El error * Facundo Belocopitt




What are we doing here, that is the question. And we are blessed in this, that we happen to know the answer.
Yes, in the immense confusion one thing alone is clear. We are waiting for Godot to come.
Samuel Beckett, Waiting for Godot

¿Había cometido un error?
Esa pregunta no dejaba de perseguir a Jorge en los últimos dos minutos transcurridos en el planeta tierra. Sus piernas flacas, extensas, desproporcionadas, enfermas y eléctricas no dejaban de caminar el suelo de mármol blanco (quizás gris, quizás beige) que hace dieciséis años había instalado el propietario del que ahora resultaba ser su hábitat. Ese viejo ordinario que se creía divertido y jovial, con la cara plagada de pliegues y recovecos repugnantes, con un lunar escondido detrás de una mata de pelo crespo, sepia, sucio. Ese viejo que no merecía personificar el concepto de abuelo le había alquilado, hace exactamente cuatro años, dos meses y nueve días este sucucho espantador, de un ambiente tan apagado que hace que uno agradezca no tener que conocer otro. Esta cueva arcaica, cuasi rupestre, caracterizada por la humedad y su hedor respectivo.
¿Había cometido un error?
Ya eran cuatro los interminables minutos. Doscientos cuarenta segundos irrisorios, insignificantes, perdidos en una vida entera de segundos sin sentido. Asquerosos. Se lo preguntaba como si necesitara más tiempo, como si tuviera que ir a algún lado. No había destino. No había objetivo. El error estaba exclusivamente en tener que esperar. La duda estaba en la espera como un fin, en la realización de algo que lo iba preservar atado en el futuro, quizás por dos o tres minutos más. De haberlo evitado, ya se encontraría en la calle correspondiente a su domicilio, asfaltada irregularmente, decorada con restos de basura de terceros y con algún peligroso habitante típico del mundo exterior. Siempre con un poco de humo de quién sabe dónde y oscuridad. Principalmente sombra. Regalo de las innecesarias construcciones lindantes que ayudan a bloquear el paso de la luz. De haber evitado su accionar casero, ya habría superado ese tramo arribando a la avenida principal, a dos cuadras, caracterizada por su ensordecedor ruido de autos y bocinas, y de individuos caminantes que no dejan espacios libres para la plena disposición corporal. Carteles varios y un aroma putrefacto proveniente de comedores con proveeduría de calidad sospechosa y una sensación de desapego y vacío atmosférico. Caminar por ahí era horrible, pero peor era esperar aquel momento.
Por mi parte, trescientos sesenta y un palabras contaminaban mi relato hasta el comienzo de esta frase. Trescientos sesenta y un vocablos malgastados en esta historia inútil.
Otro minuto se había ido para no volver jamás. ¿Quién había inventado los minutos? Nadie le iba a devolver este tiempo nunca, o quizás sí. Quizás debería vivir hasta los setenta y tres años y cuatro meses, pero terminaría viviendo hasta esa edad más cinco minutos, quién sabe. De todas maneras, Jorge no lo cree y si no lo cree no existe. Jorge no cree ni que vivirá cinco meses más.
Las creencias, las opiniones, esos recortes ideológicos infundados, basados en años de vacía candidez, eran capaces de discriminar la no existencia de su contraparte. En el conglomerado inequívoco de certezas en serie producidas por la cabeza de Jorge, sus subjetividades resultaban un potente determinador. Continuar su vida otros cinco meses y cinco minutos le parecía una idea repugnante, no por la escasez del intervalo temporal sino por su extensión.
De todos modos, la construcción social de aquellos símbolos numéricos que clasificaban la longitud de los meses se convertía en intrascendente ante la creencia infinita que Jorge atribuía al tiempo. El aburrimiento le dolía, lo perforaba hasta lo más profundo de sus entrañas y luego lo revolvía torturándolo.
Otros cinco meses esperando.
Eso era lo que más le molestaba, la espera dentro de la espera. Hace ya seis minutos que se encontraba en una metaespera para luego poder continuar con la constante.
Otros cinco meses esperando.
Gotas enturbiadas por la suciedad de su piel empapaban su cabeza. El clin clin de su maxilar inferior raspando con el superior lo perturbaba de una manera especial.
Otros cinco meses esperando.
Ya no había más tiempo. Ya no importaba. Había tomado la decisión de serle infiel a su yo pasado y emprender camino sin resultado alguno de sus acciones.
Cuando por fin acude en busca de su único saco cuadriculado, viejo y tenue; cuando por fin decide independizarse de su pasado, un pequeño sonido retumba en la habitación.
Siete minutos infinitos habían transcurrido desde la decisión de Jorge cuando el ruido seco, misterioso, depresivo de la tostadora lo engaña insinuando que su trabajo estaba terminado. Esa máquina pálida y fría estafa a Jorge ilusionándolo, por dos rápidos e imperceptibles segundos, con su flamante libertad.
Pero no.
La espera continuaba y el aparato lograba conseguir su propósito: recapturar la atención del sufrido personaje, como así la mía. Mi atención desmedida sigue puesta en este individuo tan desalentador, pero mi lógica razonable se obsesiona internamente investigando la existencia de tan solo un motivo que justifique los últimos cuarenta y siete minutos que he dedicado a escribir esto.
No existe.
Mientras, en la angustiante habitación Jorge descubre que la tostada que lo condena no iba a aparecer jamás. Si bien el tiempo estimado en el instructivo era de nueve minutos, llega a la conclusión de que su mente ha cargado de infinitud a tal período. La muerte se le representa como una solución sumamente descontracturante pero a la vez imposible. Solo queda existir en esa prisión por el resto de la eternidad.
Debo confesar que no es mi intención interrumpir el relato. Luego de haber invertido cincuenta y siete irrecuperables minutos en esto prefiero esperar una eventualidad antes de aceptar su irrelevancia. Siendo éste el caso, suspenderé mi escritura. En adelante, por la fe artística de este acontecimiento, me dedicaré a observar hasta que el mismo me devuelta cierto sentido.
Quizás, para cuando la eternidad finalice, tenga novedades.



Facundo Belocopitt

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