What
are we doing here, that is the question. And we are blessed in this,
that we happen to know the answer.
Yes,
in the immense confusion one thing alone is clear. We are waiting for
Godot to come.
Samuel
Beckett,
Waiting
for Godot
¿Había
cometido un error?
Esa
pregunta no dejaba de perseguir a Jorge en los últimos
dos minutos transcurridos en el planeta tierra. Sus piernas flacas,
extensas, desproporcionadas, enfermas
y
eléctricas
no dejaban de caminar el suelo de mármol
blanco (quizás
gris, quizás
beige)
que hace dieciséis
años
había
instalado el propietario del que ahora resultaba ser su hábitat.
Ese viejo ordinario que se creía
divertido y jovial, con la cara plagada de pliegues y recovecos
repugnantes, con un lunar escondido detrás
de una mata de pelo crespo, sepia, sucio. Ese viejo que no merecía
personificar el concepto de abuelo
le
había
alquilado, hace exactamente cuatro años,
dos meses y nueve días
este sucucho
espantador,
de un ambiente tan apagado que hace que uno agradezca no tener que
conocer otro. Esta cueva arcaica, cuasi rupestre, caracterizada por
la humedad y su hedor respectivo.
¿Había
cometido un error?
Ya
eran cuatro los interminables minutos. Doscientos cuarenta segundos
irrisorios, insignificantes, perdidos en una vida entera de segundos
sin sentido. Asquerosos. Se lo preguntaba como si necesitara más
tiempo, como si tuviera que ir a algún
lado. No había
destino. No había
objetivo. El error estaba exclusivamente en tener
que esperar. La
duda estaba en la espera como un fin, en la realización
de algo
que
lo iba preservar atado en el futuro, quizás
por dos o tres minutos más.
De haberlo evitado, ya se encontraría
en la calle correspondiente a su domicilio, asfaltada irregularmente,
decorada
con
restos de basura de terceros y con algún
peligroso habitante típico
del mundo exterior. Siempre con un poco de humo de quién
sabe dónde
y oscuridad. Principalmente sombra. Regalo de las innecesarias
construcciones lindantes que ayudan a bloquear el paso de la luz. De
haber evitado su accionar casero, ya habría
superado ese tramo arribando a la avenida principal, a dos cuadras,
caracterizada por su ensordecedor ruido de autos y bocinas, y de
individuos caminantes que no dejan espacios libres para la plena
disposición
corporal. Carteles varios y un aroma putrefacto proveniente de
comedores con proveeduría
de calidad sospechosa y una sensación
de desapego y vacío
atmosférico.
Caminar por ahí
era
horrible, pero peor era esperar
aquel momento.
Por
mi parte, trescientos sesenta y un palabras contaminaban mi relato
hasta el comienzo de esta frase. Trescientos sesenta y un vocablos
malgastados
en esta historia inútil.
Otro
minuto se había
ido para no volver jamás.
¿Quién
había
inventado los minutos? Nadie le iba a devolver este tiempo nunca, o
quizás
sí.
Quizás
debería vivir
hasta los setenta y tres años
y cuatro meses, pero terminaría
viviendo
hasta esa edad más
cinco minutos, quién
sabe. De todas maneras, Jorge no lo cree y si no lo cree no existe.
Jorge no cree ni que vivirá
cinco
meses más.
Las
creencias, las opiniones, esos recortes
ideológicos
infundados, basados en años
de vacía
candidez, eran capaces de discriminar la no
existencia de
su contraparte. En el conglomerado inequívoco
de certezas en serie producidas por la cabeza de Jorge, sus
subjetividades resultaban un potente determinador. Continuar
su vida otros cinco meses y cinco minutos le parecía
una idea repugnante, no por la escasez del intervalo temporal sino
por su extensión.
De
todos modos, la construcción
social de aquellos símbolos
numéricos
que clasificaban la longitud de los meses se convertía
en intrascendente ante la creencia infinita que Jorge atribuía
al tiempo. El aburrimiento le dolía,
lo perforaba hasta lo más
profundo de sus entrañas
y luego lo revolvía
torturándolo.
Otros
cinco meses esperando.
Eso
era lo que más
le molestaba, la espera dentro de la espera.
Hace ya seis minutos que se encontraba en una metaespera
para luego poder continuar con la constante.
Otros
cinco meses esperando.
Gotas
enturbiadas por la suciedad de su piel empapaban su cabeza. El clin
clin de
su maxilar inferior raspando con el superior lo perturbaba de una
manera especial.
Otros
cinco meses esperando.
Ya
no había
más
tiempo. Ya no importaba. Había
tomado la decisión
de serle infiel a su yo
pasado y emprender camino sin resultado alguno de sus acciones.
Cuando
por fin acude en busca de su único
saco cuadriculado, viejo y tenue; cuando por fin decide
independizarse de su pasado, un pequeño
sonido retumba en la habitación.
Siete
minutos infinitos habían
transcurrido desde la decisión
de Jorge cuando el ruido seco, misterioso, depresivo de la tostadora
lo engaña
insinuando que su trabajo estaba terminado. Esa máquina
pálida
y fría
estafa a Jorge ilusionándolo,
por dos rápidos
e imperceptibles segundos, con su flamante libertad.
Pero
no.
La
espera
continuaba y el aparato lograba conseguir su propósito:
recapturar la atención
del sufrido personaje, como así
la
mía.
Mi atención
desmedida sigue puesta en este individuo tan desalentador, pero mi
lógica
razonable se obsesiona internamente investigando la existencia de tan
solo un motivo que justifique los últimos
cuarenta y siete minutos que he dedicado a escribir esto.
No
existe.
Mientras,
en la angustiante habitación
Jorge descubre que la tostada que lo condena no iba a aparecer jamás.
Si bien el tiempo estimado en el instructivo era de nueve minutos,
llega a la conclusión
de que su mente ha cargado de infinitud a tal período.
La muerte se le representa como una solución
sumamente descontracturante pero a la vez imposible. Solo queda
existir
en
esa prisión
por el resto de la eternidad.
Debo
confesar que no es mi intención
interrumpir el relato. Luego de haber invertido cincuenta y siete
irrecuperables minutos en esto prefiero esperar una eventualidad
antes de aceptar su irrelevancia. Siendo éste
el caso, suspenderé
mi
escritura. En adelante, por la fe artística de este acontecimiento,
me dedicaré a observar hasta que el mismo me devuelta cierto
sentido.
Quizás,
para cuando la eternidad finalice,
tenga novedades.
Facundo
Belocopitt
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