Siguió mirando las negras profundidades en busca de movimiento, color o lo que fuera, pero no tenía fuerza suficiente en los ojos o no miraba donde debía, porque, tras un indicio de movimiento cerca de la pared de piedra, cuando volvió la cabeza para verlo, se encontró con la tigresa casi encima de ella.
Sus movimientos eran líquidos, como la miel al gotear de una cuchara. Emergió de las sombras de la jaula como si tuviera bajo su mando una gran porción de la selva, como si pisara el sucio barro del suelo de Florencia con las zarpas. No era ungatito. Parecía que fuera a estallar, vibraba, borboteaba como si ardiera por dentro, la cara lívida, asombrosamente simétrica. Era lo más hermoso que había visto en su vida. La espalda y los lomos brillantes como la boca de un horno, el vientre claro. Vio que las rayas del pelaje no eran tales, no: esa palabra no servía para describirlas. Eran puro encaje oscuro que adornaba, que ocultaba; la definían, la salvaban.
Maggie O´Farrell, El retrato de casada.
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